miércoles, 5 de junio de 2013

Catarsis




Catalina escribe. Escribe sin parar. Las palabras que aparecen en su inconsciente y las cuales son vomitadas por sus manos, en el colorido documento que tiene abierto, se ven subrayadas por un rojo incómodo. Ella continúa escribiendo. No hay puntos, no hay acentos, no hay mayúsculas. Años y años de literatura para que quede a un costado tan burdamente. Nadie la acompaña en la habitación. Es ella y el teclado. Es ella y sus pensamientos. Es ella que, violenta como un sismo, escupe su vida escondida en oraciones mal escritas. Lleva treinta minutos exactos sin dejar de escribir. Cada vez más lento. Notó hace minutos que los dedos también se habían vestido en un rojo incómodo pero no la detuvo. Suena el teléfono pero lo ignora ni siquiera dedicándole una mirada al mismo. Atiende el contestador.

“¿Cata, estás ahí? Estoy preocupado. Atendeme, por favor. No seas boluda.”. 

Ella sigue escribiendo. No se nota un mínimo cambio en ese rostro que se muestra quejoso desde hace ya algunas horas. Lleva escritas 30 páginas y no parece querer detenerse. Estornuda y sigue. Tiene las manos algo salpicadas, las observa ahora pero no hace nada para limpiarlas. Y escucha el ruido de alguien abrir la puerta de su casa. Escucha a alguien entrando. Alguien entra a su habitación y le toca los hombros. Sin dirigirle una palabra, la besa en la mejilla y le pregunta qué está haciendo. Ella se detiene. Le contesta “Catarsis”, la mira a los ojos y llora. Llora mucho. La hermana la acuesta en la cama de la habitación de al lado, le apaga la luz para que duerma y se dedica a leer lo escrito por Catalina. Se encuentra con una secta de sin sentidos llenos de palabras agresivas e insultos. La hermana esboza “Otra vez lo mismo” y cierra la laptop.

Cata tiene frío. Se tapa hasta el cuello y se queda observando la luna por la ventana con ojos de niña y aires esperanzadores. Como pidiéndole deseos, de esos que jamás se le cumplieron en las incontables veces que miró tiernamente el satélite blanco.

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