sábado, 21 de diciembre de 2013

La cuadra de las mujeres bellas




Él se desplegó por sobre la cuadra donde creía más conveniente conforme al sitio donde se dirigía; pero allí, mientras las intenciones que se proyectaban en su mente permanecían relacionadas estrictamente con el ámbito laboral, como si sólo pudiera pensar en su trabajo las veinticuatro horas del día, se vislumbraba que enfrente suyo una voluptuosa mujer de cabellos rubios y gafas negras se acercaba hacia él con pasos sigilosos disfrutando su capacidad de erotizar hasta una planta. Cuando él levantó la mirada, y mientras continuaba pensando en las acciones que iría a hacer al llegar a su empleo y que luego no haría pensando que, con sólo pensarla en el camino, ya se hicieron, logró verla en un destello implacable. Ya se encontraba a su altura y la había pasado por alto en más de la mitad del recorrido. Cuando ella pasó por su costado, su camisa pareció temblar, y sus pensamientos inmediatos se centraban ahora en una supuesta posibilidad que desperdició por haberse sumergido en un estado de trance estúpido en el que parece olvidarse que es una persona. Más allá de ser “sólo otra mujer linda que camina por la calle”, él no sentía que fuera “sólo otra mujer linda que camina por la calle”. Algo debía tener para haberlo dejado descorazonado en tan sólo unos segundos, pero decidió no perseguirle y permanecer siendo fiel a la cúpula de cobardes.

Se permitió sacar un chicle del bolsillo entre tanto tiempo agitado y consumido, aunque mascó más bronca que sabor. Pasos delante de él, una joven morocha exuberante se distraía con el celular. Poseía un vestido floreado que apenas no llegaba a dominarle las rodillas, y si bien no era la piel de los brazos y los tobillos aquella que más excita a los hombres, su rostro era lo más lindo que había visto en su vida luego de la Hewlett Packard con la que se cansa de imprimir día tras día documentos ilegibles. La nariz, diminuta y con una resbalosa punta, superaba la perfección. Aquí no había gafas de por medio. Dos ojos verdes claros que hipnotizaban cuando levantaba la cabeza para observar de izquierda a derecha como si estuviera paranoica y no quisiera que nadie vea qué es lo que dialoga por su whatsapp. No tenía defectos. No existían, ni en su zona facial ni en el resto de aquello que le estaba permitido ver, granos, hinchazones, arrugas, moretones, boqueras, sarpullidos, ni ninguno de esos elementos con que los hombres superficiales suelen atenerse con el fin de no reconocer la belleza que se encuentra delante. Él comenzó a acercarse sin descuido, caminando recto hacia ella, rezando un oops que nunca llegaría. La joven atractiva frenaría en su espacio, guardaría el celular y se sentaría en un banco de piedra ubicado a unos metros hacia la derecha del hombre. Ya no podía volver. Frenar, simular un retroceso y sentarse al lado de ella hubiese sido apostar al caballo rengo.

No tenía segundos para lamentarse. Estaba con apuros y debía llegar puntual. Quién sabe qué sucedería si no lo logra cumplir por primera vez en sus dos años de trabajo. Desde la lejanía, otra mujer parecía aproximarse. También morocha, pero ya más madura, vestía una remera desaliñada que dictaba la frase “Say what you want, what you really really want” y el pelo suelto, como aquellas mujeres que rondan los treinta pasados y cuarenta cercanos y se rehúsan a abandonar sus tiempos de juventud. En este caso, bien parecía emular a Joan Jett, pero una Joan Jett más pulcra y menos vulgar, más cuidada y menos violenta. Si bien existe el maquillaje imperceptible, su rostro también lucía como una colegiala, y los jeans, apenas ajustados y oscuros, acrecentaban las esperanzas regeneradas de un imperioso fotocopiador. La estudió en silencio, como los vampiros enfocan sus ojos en la presa antes que sus colmillos. Esta vez estaba decidido a animarse a cachetear su pasado frustrado e imponer su hombría, esa hombría que, a su pesar, no había heredado de su padre. Cuando ella se agachó a recoger algo que jamás pudo ver bien qué era, , notó que detrás se acercaban una cantidad alocada de mujeres despampanantes. Robots de la belleza, pinturas con forma humana, muñecas vivas, adoradoras de la excelencia, practicantes del culto a la perfección. Cerró los ojos y evitó verlas durante unos minutos, temiendo que fueran hidras y terminara él convirtiéndose en otro banco de piedra. Recordó entre tanta vorágine visual, casi como para excusarse de su nueva y probable cobardía, que había tomado el camino incorrecto. En aquella cuadra no se encontraba su trabajo, sino en la de enfrente. Observó el reloj con desidia y cruzó la avenida por la mitad de la cuadra. 
Ya alojado en la cuadra correcta, enfrente de él se concentraban una serie de mujeres con destinos diferentes pero el panorama no se acercaba ni a centímetros del reciente. Estábamos hablando ahora de señoras de edad, de mujeres con orejas más grandes que otras, con tatuajes horribles en el cuello, con pestañas desfasadas, maquillajes pobres, kilos de más, tacos desopilantes y bocas imperfectas. Horrorizado con ese espectáculo de fenómenos, intentó cruzar nuevamente con la fortuna negativa de que los autos no cesaban de pasar. No importaban las luces de los semáforos, los vehículos no se detenían, no regalándole ni un metro para que pueda animarse a volver a la cuadra que había tomado por error. Debía quedarse en aquella cuadra en la que ahora estaba. ¿Pero cómo…? ¿Con esas mujeres horribles?, ...pero ¿Eran realmente horribles, deformes, tan desagradables y viscosas, o eran acaso normales y su vara había quedado demasiado alta?, filosofó. Y fue así que comprendió que la cuadra donde se encontraba ahora le correspondía a él. Entre los feos o los normales, pero no entre los perfectos y utópicos.

Cuando llegó al trabajo, su jefe le preguntó alarmado a qué se debía este retraso inusual de quince minutos. Traspirando, y algo consternado, justificó “Es que encaré por la cuadra de enfrente, señor, por la cuadra de las mujeres bellas”. 

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