Caminamos
tomados de la mano. Sin miedos. Y con la cabeza levantada. Nuestras retinas se
demostraban brillosas. Jamás sabremos si se debía al avasallante sol que
teníamos de frente o era la más clara muestra de que la felicidad estaba
repercutiendo en nosotros dos. Si bien agarrados fuertemente estábamos,
nuestras almas tenían los brazos bien abiertos, más abiertos que nunca. Esa es
la mejor forma de abrazar a la libertad. El viento rozaba los rostros sin poder
evitar que siguiéramos con los ojos abiertos, y entonces se dedicaba a
redescubrir nuestros cuerpos, a chocarnos las piernas, en su manera de hacernos
recordar que sí bien ello era vida, todo lo anterior también lo había sido.
Y entramos a
tocar las nubes que nos parecieron un puñado de palomitas de maíz, y nos reímos
en el mismo momento como si fuera una anécdota que contaríamos días después si tuvieramos el tupé de recordar esa sensación. Fue un segundo. Doblamos la cabeza, nos miramos fijamente, y así ella me dijo
“Esto no tiene precio”. No moví la cara. Me quedé mirándola con cara de
pelotudo y le asentí con la mente. Luego de una serie de minutos en vacío le
contesté “Vivir es un placer. ¿Por qué nos preocupamos tanto por cosas
insignificantes?”.
No recuerdo
que me contestó. O mejor dicho, no lo pude oír. Las olas taparon lo que me
dijo, pero debió haber sido algo hermoso. No tengo la menor duda.