Arrojé el cuchillo con desprecio. La sangre
brotaba por debajo de la superficie y el cuerpo de mi violador se camuflaba con
la alfombra roja. Jamás podré borrar esa imagen de mí. Un rostro dividido en
capas de placer, repugnancia y sorpresa. No era lo que había pensado para mi
futuro. Desde mis años más prematuros, mis primeros recuerdos, mis pensamientos
más remotos, y hasta iniciales, en todos, siempre predominaban mis ansias de
convertirme en una enorme abogada. Me críe leyendo “Para matar a un Ruiseñor”
de Harper Lee, enamorada de su conclusión final. A los seis años, pude ver por
primera vez en un canal de cable la película más perfecta de la historia, “Doce
Hombres en Pugna” de Sidney Lumet, un señor que jamás volvió a hacer algo
parecido a pesar de que seguí toda su carrera como si él la hubiese escrito.
Amé también la remake (o reversión de la obra) que hizo William Friedkin.
Volver a encontrarme con los personajes me resultaba terapéutico. Como una
secuela de la misma historia. Mi padre no estaba del todo contento con mi
decisión. Él soñaba con que su hija fuera “una estupenda cantante de música
Jazz”, como él lo fue durante treinta años. Reinaldo Salas. Mucho de su éxito
se debió a que su nombre sonaba, para algunos, mexicano y para otros, cubano.
Se llevaban una pronta decepción al encontrarse en el escenario a un porteño
típico, de barba descuidada, vestido con una camisa verde de algodón que no
pertenecía al ambiente del Jazz. En realidad, si me pongo estricta, esa camisa
no pertenecía a ningún ambiente. Lograban adorarlo al oírlo entonar enormes
clásicos de los que jamás podré recordar sus nombres. Era el número uno en
inventarle letra a canciones que sólo eran melodía. Lo que olvidaba mí querido
padre es que no nací con similares dotes, y resultaba irónico que en nuestra
familia los deseos sean inversos a lo que sucede en cualquier familia
conservadora donde el padre quiere que su hija sea abogada y ésta termina
metiéndose en el medio menos económico.
¿Qué hacía yo ahí? ¿Por qué no había obtenido
su victoria mi parte más lógica? ¿Por qué la moralidad voló hacia un
precipicio? ¿Por qué mis promesas de un mundo justo estaban siendo corrompidas
con un homicidio? ¿Por qué tenía las manos llenas de sangre si debía tenerlas
llenas de papeles? ¿Por qué en lugar de una lapicera Parker negra para estampar
alguna firma, estaba sosteniendo un Cuchillo Chef G2 de 20 cm embadurnado en un
tejido conectivo líquido y colorado? ¿Por qué no estaba desmayada, como en
cuarto año de la secundaría cuando diseccionamos una rana y no soporté el olor,
desvaneciéndose al segundo?
Me limpié las manos en el baño, donde no
funcionaba la luz. Me da la oportunidad de no poderme ver al espejo con
claridad. Cepillé mis dientes, pensando que apestaba. Me sentía sucia. El olor
no provenía de mi boca sino del cadáver. Ingerí un calmante. Me comían los
nervios. Me desbordaba. Por momentos me acomodaba los ojos. Sentía que se
habían desprendido de la esclerótica. Que vuelvan a sus capsulas. Que todo sea
como antes. Que pueda volver a vivir con Alejandro y David en paz. Estaba
pidiendo demasiado. De un asesinato no se vuelve con tanta facilidad. Había
planeado mi venganza, pero no mis actos posteriores. No era normal que siguiera
estando tanto tiempo en un mismo espacio con la persona que había asesinado.
Antes de escaparme, decidí entrar a la cocina a esconder el cuchillo. Llegué a
la conclusión que debía llevármelo. Nunca supe por qué pensé que podía
limpiarlo y dejarlo en un cajón. Noté que el horno estaba prendido. Llené la
sartén de aceite y le arrojé dos vasos de agua mineral. Cuando empecé a ver
fuego, dudé entre quedarme y terminar súbitamente mi vida o escaparme a un
futuro que podía ser peor que mi pasado reciente. Hui. El asunto aceite-agua
fue decididamente la mejor idea que pude tener en aquel momento: Hacerlo
parecer un incendio, borrar mis pocas huellas digitales y tener la esperanza de
que el cuerpo termine carbonizado y no exista ninguna investigación.
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- .Amor, ¿por qué no llevas a David
al colegio vos? – espetó Alejandro, con desgano.
- No me digas “Amor”, y te dije que
no hay chances. Te toca a vos.
Ascendimos al subte.
- Que estemos separados no quiere
decir que tengamos que repartirnos al chico a la fuerza.
- Pero si vos sos el que no quiere
cumplir con David.
- Quiero, pero no puedo. O se me
complica. Te pido este favor. Tengo que llegar temprano a la oficina.
- Dios, después te preguntás por qué
estamos separados.
- Y me lo sigo preguntando. ¿No vas
a poner esto de ejemplo, no? Estas son pavadas.
- ¿Pavada es llevar a tu hijo a la
escuela?
- Está bien, si te pones así… dejá. Le
digo a otra persona que lo retire… – mientras se alejó de mí, incursionando en
otros vagones.
No lo perseguí. Sabía que era otra de sus
histeriqueadas, cada vez más típicas desde la separación. Sus maniobras solían
ser extrañas, siniestras. Este no parecía ser el caso, pero se olían esas ganas
de “solucionar problemas conmigo” como había hecho durante los diez años de
relación.
A Alejandro lo conocí mientras estudiaba en la
Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aíres. Él no tenía demasiada
idea de leyes. Sólo estaba estudiando por mandato de padres. Al cabo de unos
meses, dejó y no lo volví a ver hasta un Martes 15 de Abril, en una fiesta
organizada por Raúl, un profesor de Historia Argentina que ambos habíamos
tenido, y que por ende, ambos conocíamos. Recuerdo que me alegró verlo en ese
rejunte de seres ignotos. Era la única persona, además de Raúl, que conocía de
esos más de 500 proto-humanos que habían sido invitados. En el transcurso de la
charla, lo empecé a ver atractivo. Minutos después, me di cuenta que estaba
frente al hombre con el que había soñado durante tanto tiempo. El príncipe azul
tenía nombre y era Alejandro Srur. 27 años. De pelo negro, perfecto cutis,
simpático pero con la oscuridad justa para que una se haga preguntas sobre
ciertas cuestiones. El misterio necesario para que un hombre te seduzca. Nacido
en Colegiales, vivía en Microcentro. Trabajo estable en Banco Ciudad. Su pasión
por la música pop internacional le aportaba una cuota de sensibilidad. Padres
vivos, casados, felices, intolerantes pero ricos. Packaging.
Aquella noche, algo bebidos, nos desafiamos
coger en tres casas distintas en esa misma madrugada. Primero lo hicimos en el baño
de la casa de Raúl, admirando La Mort de Marat de Jacques-Louis David, cuadro
que dormía mojado a metros de la ducha. Luego, pasamos a hacerlo en el comedor
de su amplio loft sobre la calle Lavalle. Finalizamos en mi mugroso departamento
en Villa Pueyrredón mientras nos chocábamos con cajas de zapatos antiguas y
atuendos sucios. Por la mañana, prometimos no volver a hablarnos. Ambos
estábamos en pareja. Nos justificamos desde el alcohol y seguimos con nuestras
vidas hasta la noche de ese mismo día: Dejamos al unísono a nuestras parejas y
volvimos a vernos. Sentimos una liberación irracional y nos prometimos hacer lo
posible para que todo funcione. Debo decir que su apuesta fue superior a la
mía. En mi caso, estaba saliendo con un pintor menor de edad a quien sólo había
visto unas cinco veces. Ninguno de los dos queríamos algo serio. El joven lo
tomó con tranquilidad. Ivana, en cambio, había estado en pareja con Alejandro
durante tres años y estaban programando viajes al exterior. A Alejandro no le
tembló el pulso. Al enterarme de esta situación, supe que estaba enamorado de
mí. Sólo el amor puede justificar semejante acción. No me lo quiso reconocer
hasta un mes luego, cuando debió pedirme disculpas por haberme gritado en una
convención de animé a la que insólitamente me había llevado. Ivana se animó a
perseguirlo y perseguirme. Siempre la ignoré. Dejó de hacerlo cuando nos notó
el uno para el otro.
Los primeros dos años de pareja fueron
hermosos. Luego tuvimos una pequeña crisis. Desconocíamos adónde iba la
relación. Nos aterraba tener que descubrirlo. Ya estaba viviendo en su loft,
pero sentía que algo no estaba bien. Necesitaba mi espacio. Alejandro no lo
comprendió y empezaron sus caprichos exagerados. Me seguía al trabajo. Me
insistía. Me quería. No soportaba la idea de estar solo. No soportaba la idea
de que esté sola. Tras un mes de separación, conocí a Rafael, un joven nerd que
me salvó de un accidente. Parecía encantador, pero no lo era. Luego de salidas
varias, me gritó, me insultó y me demostró que había pocos hombres que no
fueran desagradables. Volví con Alejandro. Tuvimos a David. Ascendió a gerente.
Empecé a escribir en una revista. Nos mudamos a Pilar, pero estábamos lejos de
todo. Decidimos volver a Capital, más precisamente a Recoleta. David llegó a
primer grado. Discutimos. Nos separamos provisoriamente. Nuevamente necesitaba
un tiempo. Nuevamente me discutía sobre qué era lo mejor, qué era lo peor.
¿Eran sus tratos los ideales? ¿Debía exponerme a sus quejas constantes? ¿A su
malhumor pedante? ¿Me prestaba atención? ¿Me estaba volviendo un accesorio de
él? Seguíamos cogiendo bien, pero ya no había pasión. No podía pretender que
todo fuera como el primer día, pero sus actitudes me resultaban desagradables.
Odiaba su tono de voz. Sus puestas en escena. Sus gustos. Sus atajos. Su pelo.
Su cara. Su risa. Sus ojos. Sus manos. Sus excusas. Sus salidas. Sus lugares de
confianza. Sus amigos. Sus padres. Sus frases típicas. Sus comidas. Sus
posturas físicas. Sus gestos. Sus argumentos. Lo odiaba.
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- Qué loco verte acá.
- Sí…. Me alegra mucho porque no
conocía a nadie.
- No sé, es raro. Raúl siempre fue
reservado. ¿Cómo metió tanta gente en un lugar para una simple fiesta?
- Lo mismo me preguntaba. Pero es
gente muy aburrida.
- Todos somos aburridos hasta que se
demuestre lo contrario. – sobró.
- Le pone onda igual. Es raro.
- ¿Cómo siguió tu vida?
- Sigo estudiando, ¿vos? – lo miré
interesado.
- Sigo trabajando.
- ¿En el banco?
- Estoy cómodo.
- No me parece mal, eh. No te
crítico. Sólo preguntaba.
- No, ya sé, nunca me criticarías. –
coqueteó.
- No sé si nunca.
- ¿Qué tenés para criticarme?
- Muchas cosas. – le sonreí sin poder
mantener la seriedad.
- ¿Qué cosa?
- Hoy no se me ocurre nada. Me gusta
todo de vos.
- ¿Qué? – sorprendido.
- Perdón, me acabo de dar cuenta que
me pareces muy lindo y nunca te lo había dicho. Y te lo tenía que decir. Te
veo, te huelo. Sos perfecto.
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No le gustó nada que después de diez años de
pareja, tomara la decisión de alejarme. Pasé unos días en la casa de mi
hermana. Priscila me hospedó sin querer. Me invitó a irme a los pocos días.
Jamás tuvimos una relación de confianza. Terminé alquilando un departamento en
San Nicolás. Nos separamos los días con David, pero él rara vez cumplía con los
días. No lo tenía cuando debía tenerlo. Quería tenerlo cuando no lo tenía. Eso
hacía que me alejara más de él, y por ende, sintiera menos afinidad.
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- No soy perfecto. Cuando me
conozcas, te vas a dar cuenta.
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Apreté el cuchillo y me cortó la palma. Amagué
a arrojarlo a la basura pero me lo llevé a casa. Esperé a ver las noticias sin
encontrarme novedades. Apenas una página web de policiales levantaba una
noticia de un aparente incendio por la zona de Coughlan. “Más información
luego”. Actualicé la página una y otra vez, pero jamás ampliaron la nota.
Antes de irme a dormir, me duché. Llorando.
¿Qué había hecho? Golpeé mi frente contra la pared sin el menor de los
cuidados. Estuve a punto de vendarme, pero sentí un deja vu. Debía alejarme de
las vendas. Irme a dormir fue un decir. Pasé la noche vomitando. Queriendo
gritar. Queriendo decirle a alguien lo que había hecho. Pensé en Matías, un
amigo del trabajo con quien tengo confianza. Pensé en mi hermana, pero lo
descarté rápidamente. Pensé en Agustina, una ex vecina que conocía desde el
2009. A mi padre no podía recurrir. Ya estaba muerto.
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No me llevé a David aquel día y fue lo peor
que pude hacer. Ignoré el momento. Intenté volver a ser libre. No levanté el
teléfono. No pregunté. No cuestioné. Hice mi día regular. Subte. Trabajo.
Subte. Casa. Por la noche, al salir a arrojar la basura, un hombre de
aproximadamente 40 años me empujó a una camioneta. Trabó rápidamente la puerta
y dentro me ató y vendó, a pesar de que llegué a verle el rostro. Adentro de la
camioneta sólo estaba este hombre, quien manejó durante horas y me llevó a una
casa inhabitada en Ciudadela. Me quitó las vendas. Su rostro estaba tapado. Me
desnudó y violó incesantemente durante tres días. Una y otra vez. Violación
tras violación tras violación tras comida tras bebida tras vómito tras sangre
tras violación tras violación tras bebida tras vómito tras violación tras
sangre tras comida tras vómito tras violación tras vómito tras violación tras
violación tras violación tras bebida. No me dejó hablar, no me dejó llamar, y
me arrojó a las vías, desnuda. Corrí sin fuerzas. Caminé corriendo. Las
lágrimas me bajaban por el cuerpo hasta llegar a mi vagina y hacérmela arder.
Mientras, los bocinazos y los hombres riéndose desde sus camiones, invitándome
a subir, convertían la situación en algo inimaginablemente peor. Una mujer
grande, que podría haber sido un familiar lejano o una señal de Dios, frenó con
su Renault. Me subió y llevó al hospital más próximo. Ese mismo martes llamé a
mi padre.
- Pa…
- ¿Qué pasa, m`hija?
- Nada… No pasa nada.
Esa fue la última vez que hablé con él. Nunca
supo que me sucedió. Una semana después, murió luego de confundirse café de
granos con veneno para ratas. Se realizó un gran funeral y un aún más enorme
homenaje al que nunca pude asistir por haber estado internada. Mientras otros
lloraban por mi padre, yo lloraba por mí. Mientras otros recordaban sus éxitos,
yo intentaba recordar los míos. Una gran celebración por un lado, como si
siguiera vivo. Una gran tragedia por otro lado, como si estuviera muerta.
Llamé a Alejandro. Él sí estuvo ahí para mí.
Vino de inmediato. Me dio cariño. Me tranquilizó. Me prestó su hombro. Me
volvió a demostrar esa atención que pensé que había perdido, y volví a sentir
su amor. Volví a amarlo y volví a odiarme. Pero mi vida había cambiado a partir
de aquellos actos. A pesar de haber vuelto a ponerme en pareja con Alejandro y
reestablecer nuestro vínculo con David, no podía cubrir el asco que me producía
diariamente haber sido tantas veces penetrada en contra de mi voluntad. Durante
casi un año no pude volver a tener relaciones sexuales. Me costó volver a
querer tenerlas.
- No podrás tener más hijos.
Nunca pensé en tener dos, pero cuando el
médico me afirmó no poder, sentí un vacío enorme. No sólo era un impedimento
que no pedí, sino también era una situación que me condenaba a recordar ese
suceso por siempre. A volver a traerlo a escena. Había dejado de ir al
psicólogo porque siempre hablábamos del mismo tema, y quería olvidarlo. Pero
esto me traía nuevamente a la realidad. No había forma de quitarlo. No podía
dar vuelta la página. Fracasaba en todos los intentos. Veía la cara del
violador en cada hombre que caminaba por la calle. Me alejaba de los desconocidos.
Me sentía una loca. Era, en definitiva, una loca, y no podía entender cómo
Alejandro podía seguir queriendo estar conmigo. “Te quiero así”, me dijo alguna
noche, dándome a entender que estaría conmigo para siempre y por siempre. Lo
abracé. Volví a hacer el amor. Sentí dolor pero no me importó porque tenía a mi
lado a alguien dispuesto a cuidarme de que eso jamás me volviera a suceder.
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Miércoles 12 de Mayo. Era él. Ese rostro. Lo
vi salir de un edificio. Lo perseguí. Era él. Era él. No podía ser otro. No era
otro. Era él. Lo seguí. Lo vi salir de un edificio. Era él. No era otro. Ese
rostro. Lo vi salir de un edificio. No podía ser otra persona. Entró a una
panadería. Lo vi salir de un edificio. Era él. Lo perseguí. Miró unas
vidrieras. Amagó a entrar a una tienda de alimentos. Era él. Me acerqué
sigilosamente. Me detuve sigilosamente. Me alejé sigilosamente. Ese rostro. Entró
a una casa. Esperé que sacara la basura. Como él a mí. Su técnica era ahora mi
técnica. Entré a su casa. Lo vi duchándose. Lo vi viendo la televisión. Lo vi
riéndose. Lo vi cantar. Lo vi comer. Lo vi masturbarse. Lo vi haciendo una
llamada telefónica. Lo vi moverse al living a buscar una revista. Lo vi siendo
apuñalado por mí. Lo vi pidiendo ayuda. Lo vi no reconociéndome. Lo vi reconociéndome.
Lo vi escupirme mientras lloraba. Lo vi intentar bajarse el pantalón para
mostrarme la pija nuevamente. Lo vi volver a sufrir una puñalada. Lo vi morir
desangrado. Lo vi morir. Lo vi. Arrojé el cuchillo con desprecio.
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- Tengo una idea.
- ¿Qué idea?
- No importa, estoy algo borracha.
- Decime.
- Podríamos coger en tres lugares a
la vez.
- ¿Cómo es eso?
- Sí, hoy. Tres lugares. Una misma
noche.
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Durante días no escuché nada del incendio.
Pensé una y otra vez en contárselo a Alejandro, pero no estuvo demasiado en
casa. David, quien siempre estaba con una sonrisa no propia de su madre, me
notaba decaída, pero lamentablemente se había acostumbrado a verme de malhumor.
El incendio y la muerte del violador pasaban a formar parte de mi vida y de mí
pasado. Ahora debía intentar olvidar el pack completo. Se suponía que debía ser
más fácil. La culpa estaba presente, pero la decisión de encerrarlo en mi
bóveda estaba tomada.
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- No podemos.
- Sí que podemos. Acompañame al
baño. Raúl no se va a dar cuenta.
- Es una locura, Alejandro. Lo decía
sin pensar. Puede entrar gente.
- Yo sí lo digo pensando. Y parece
una estupidez lo que dijiste, pero hacer eso nos puede cambiar la vida.
- No seas tan cursi.
- Lo digo en serio. Ahora que te me
confesaste, no pienses que te voy a soltar.
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Creo que fue martes. Pudo haber sido
miércoles. Son días parecidos, puedo equivocarme. Alejandro se encontraba
trabajando y debía ir a buscar a David por la tarde. Divagando entre los
diarios para escribir alguna reseña para la revista, me crucé con una nota que
hablaba del funeral de Miguel Tiamano, un reconocido banquero que había muerto
en un incendio. Frené el texto.
Tiamano. Foto.
Tiamano. Rostro.
Tiamano. Reconocido.
Tiamano. Incendio.
Repetí una y otra vez su apellido.
Tiamano…
Tiamano…
Tiamano…
Lo deletreé en mi cabeza.
Ti-
a-
ma-
no
Lo escribí sobre el diario en imprenta.
TIAMANO.
Subrayé en rojo el NO.
TIAMANO.
Seguí leyendo. El cuerpo de mi violador había
quedado efectivamente carbonizado. Sí se habían encontrado elementos y fotografías
horribles en su casa. Mujeres sometidas, pornografía infantil, drogas, armas, documentos
truchos, tarjetas de crédito robadas y fajos de dólares de dudosa procedencia.
Inmediatamente decidí llamar a Alejandro.
- No vayas a buscar a David. Por favor,
vení a casa que debo contarte algo. Es urgente.
Llegó al cabo de una hora, y jamás olvidaré su
rostro de preocupación. Porque esa preocupación fue la más falsa de todas. La
más cruel. No le entregué demasiado tiempo para que se explayara ni permití esos
monólogos cargados de pretextos que tienen siempre el mismo final viciado de
justificación y enfermedad. Una vez que soltó la verdad y que “lo hacía por
amor”, lo apuñalé. Lo diseccioné cual rana. Repetí las estocadas y la cantidad
de estocadas. Dejé su cuerpo sobre la cama, con un brazo arrojado al piso, y
otro sosteniendo la hoja del diario. Era mi improvisada reinvención de La Mort
de Marat. En la nota, una foto del funeral con Alejandro llorando junto a la
familia de Tiamano. Y junto a Rafael, el joven nerd quien posaba una mano sobre
su hombro, notablemente dolido por la partida de su hermano. La seguidilla de
gritos, insultos, violaciones y violencia que habían pasado por mi vida, por mi
cuerpo, por mi pasado, presente y futuro, sólo habían escondido un motivo:
Volver con él. Con el príncipe azul. Con quién sí me trata “como se debe”. Con
quien sí “es bueno conmigo”. Con quien tuvo la frialdad de arruinarme la vida
simplemente para que volviera a sus brazos como una especie de salvador
terrenal.
A la hora, sonó el timbre. Era David. Abrí la
puerta. Nos miramos. Lo noté apesadumbrado, como nunca antes lo había visto.
Cansado, sin humor, arrojó la mochila lejos. Ya en la cocina, le serví un vaso
de jugo de uva con galletitas de vainilla pero no quiso comer.
- Papá otra vez no me fue a buscar.
Y nunca más lo hará.